Hay unos que el poder los cambia y otros que los enloquece. Sin embargo, con todos pasa algo, algunas veces para bien y otras para mal. Esta es la historia de un político que desde principios de siglo quiso llegar a presidente de su país y se le hizo hasta pasados muchos, muchos años.
Este personaje del que hablo cobró relevancia a nivel nacional encabezando movimientos sociales de protesta y en defensa de los derechos de los sectores más vulnerables de la sociedad, en medio del saqueo que su patria había vivido por décadas, a manos de políticos corruptos y elites privilegiadas.
Fue recibido como miembro de un partido identificado en el centro izquierda, que le brindó oportunidades de participación política en los años noventa y candidato presidencial, por otro partido político, hasta ya entrado el nuevo siglo. Ese otro partido se autoidentificaba como mucho más de izquierda progresista, aunque en lo social era sumamente conservador, con marcados tintes de moral religiosa.
Desde sus primeras propuestas de campaña, fue criticado por parecer muy similares a las políticas venezolanas o a las cubanas. Sin embargo, eso cayó muy bien en el ánimo de un pueblo al que prometió acabar con la corrupción, los privilegios y el neoliberalismo. También hubo inconformidades por varios conocidos y viejos políticos de los que se rodeó, cuyas reputaciones estaban manchadas por casos de corrupción y enriquecimientos ilícitos. Pero él los sostuvo, purificó políticamente e incluyó entre sus más cercanos.
Finalmente llegó a la presidencia. Enarboló el discurso de poner en primer lugar la defensa del pueblo, cambiar la Constitución y se lanzó contra los tribunales e instituciones que, según decía, habían sido cómplices en el saqueo del país.
Al principio de su mandato hizo uso de una imagen humilde y cercana al pueblo. Pero después se supo de los lujos y la pleitesía de la que vivía rodeado. Prominentes miembros de su gobierno fueron presentando sus renuncias, algunos tras poco tiempo de haber asumido sus cargos, por diferencias con él y, otros, luego de habérseles descubierto que hicieron fiestas lejanas al espíritu de la austeridad.
Aunque esta historia suena para usted parecida a un presidente que conoce, ya sabe quién, no lo es. Se trata de José Pedro Castillo Terrones, hasta ayer presidente de la República del Perú. El mismo al que su congreso negó la salida del país, por temor a que fuera una estrategia con la que tratara de conseguir asilo político en México.
Pedro Castillo, enloqueció, está detenido y acusado de pretender un golpe de Estado. Declaró la disolución del Poder Legislativo y proclamó un gobierno de excepción. Más tardó en hacerlo que 101 de 130 legisladores, o sea, una notable mayoría, en destituirlo. Intentó refugiarse en la embajada mexicana, pero en su trayecto, en su huida, pues, fue detenido por las autoridades peruanas.
Y para iniciados
La historia de Castillo continúa. Al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ya le han dicho desde Los Andes que deje de meterse en asuntos de los peruanos. El canciller, Marcelo Ebrard Casaubón, anunció que el gobierno mexicano sí otorgaría el asilo político. Pero, otro destacado líder de las izquierdas latinoamericanas, Lula da Silva, en forma explícita lamentó, cito, “que un presidente electo democráticamente tenga esa suerte, pero entiendo que todo fue remitido en el marco constitucional”. Pedro Castillo se echó encima no a las oligarquías, ni a los conservadores, como seguramente afirmará López Obrador, sino a buena parte del país en su contra y, lo peor, a las leyes que no quiso respetar. Dice en la Biblia: el que tenga ojos que vea.
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