Cuarta y última parte

A fines de 1943 regresé a la fábrica de llantas donde estuve otros tres años para luego volver a Jojutla, al que ya consideraba mi pueblo. Recién había terminado la feria de Año Nuevo. Me vine con una buena indemnización, un montonal de billetes de a peso, de esos colorados y gris oscuro que al frente tenían la columna de la Independencia y al reverso el calendario azteca. Cargaba dos belices retacados con mis tiliches más la guitarra en su estuche.

—¿Qué andas haciendo? —me preguntó doña Lolita, parada en la puerta de su casa.

—Ya me regresé de México. ¿Me da permiso de dejar mis cosas un rato, mientras encuentro dónde acomodarme?

—Yo te rentaría un cuarto que está al fondo, pero con eso de que dicen que eres borracho no me conviene, qué tal si una noche me dejas abierto el portón y se meten los rateros y quién sabe si no hasta perjudiquen a mis hijas.

Total, que doña Lolita recordó que el cuarto tenía tres años desocupado y me lo rentó.

Entrando al cuarto, del techo de vigas viejas y tejas cayó un alacrán, otro poco y me cae en la cabeza. Por las paredes descarapeladas y retacadas de agujeros se desplazaban las cucarachas.

Antes de que oscureciera fui a la tlapalería de Bernabé Pacheco a comprar una bomba llena de flit más una espátula. Sacudí las paredes y fumigué. Al otro día le compré a Juan Rosas cal, yeso y sal gruesa para pintar y resanar. Rosas vendía la cal en costales pequeños, afuera del mercado.

Por quedar bien con Lolita, cambié las tejas rotas; se las compré a uno que le decían La Rata y se llamaba Jesús Ortega y que también hacía ladrillos y tenía un horno grande más adelante de los lavaderos, rumbo al panteón, por donde se cruzaba el río Apatlaco para ir a Panchimalco.

En ese tiempo las calles no estaban pavimentadas. Aún no había drenaje, en todas las casas se usaba agua de pozo. Recién habían metido el agua potable de Chihuahuita; en las esquinas había grifos de donde la gente acarreaba agua en cubetas y botes.

Ese año, poco tiempo después que falleció Lolita, Margarita y yo nos hicimos novios. Ya estábamos grandecitos. Dos veces, de buena manera, se la pedí a Raquel, su hermana mayor, pero de mala manera, dos veces, me la negó.

—Búscate una mujerzuela de las cantinas, de allá no sales. Más te vale que dejes en paz a mi hermana.

No le caía bien a Raquel porque mi ambiente era el de la bohemia, lo mío era la música, los tríos, las serenatas y, sí, para que negarlo, las parrandas.

Hasta el padre Andrés trató de convencerme de que me olvidara de Mago.

Un lunes por la tarde acompañé a Mago al panteón. Llevaba flores a las tumbas de su abuela María Ocampo y de su mamá Lolita. Ella estaba dispuesta a irse conmigo, así es de que nomás depositar las flores, allí largamos la cubeta y la escoba y nos fuimos con lo que traíamos puesto. El taxista Tolín Rojas nos llevó a Cuernavaca. Tolín también tocaba la guitarra e integraba un trío con los hermanos Sedano: Rosendo y Valito, el papá del Pichi. Al otro día, después de desayunar, nos fuimos al centro y nos ajuareamos de ropa y zapatos.

Regresamos a Jojutla a la tercera noche. Encontramos el zaguán atrancado por dentro. Margarita tocó fuerte. Salió una de sus hermanas y le gritó que ya no era bien recibida, que ya no era de la familia. Mago empujó el portón, pero su hermana lo detuvo con tanta fuerza que le machucó horriblemente los dedos. Ella llorando y yo triste, pensamos en dónde pasar la noche. Sólo había dos hoteles: El México, en la calle de la tentación (Pensador Mexicano) y El Fénix, cerca del palacio municipal. Decidimos ir al segundo porque el primero era de paso. Don Manuel Morales, dueño de El Fénix, me estimaba demasiado, por eso le expliqué todo lo que nos pasaba.

—¿Onde crees que les voy a rentar un cuarto? Les prestaré la recámara de mis hijos, ellos están en México.

Al otro día, temprano, doña Sofía Olivares, la mamá de Lino Ocampo —el que fue presidente municipal en tiempos de Lauro Ortega—, enterada quién sabe por quién de lo que nos había pasado, nos fue a ver a casa de don Manuel.

—Muchachos, recojan sus cosas porque los llevaré a su casa.

Y sí, doña Sofía se plantó ante Raquel:

—Mira Raquel, Margarita ya es mayor de edad y tú no estás para escogerle marido, además, la tienes que dejar que viva aquí, porque también ella es tan dueña de la casa como todos ustedes. Hagan las paces.

Como a los ocho meses, doña Esther Borbolla, una de las señoras que hacían campañas para casar amancebados, arregló que unos misioneros nos casaran por la iglesia. Raquel, renuente a tenerme de cuñado, no acudió a la ceremonia. Otros que también se casaron ese día fueron el mecánico Juan Lara Padilla y Conchita.

Fotos: Margarita Rodríguez y Manuel Betanzos

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