Tomado del muro de Julián Vences
Tercera Parte
Foto compartida por Elvia Bertha Ramírez Ocampo. Original del archivo de Jesús Zavaleta Castro.
Manuel y Emilio, mis primos, pusieron quince pesos cada uno para sobornar al líder sindical, un tal Chuy, para que yo entrara de obrero a la llantera Good Year Oxo.
«No creo que aguante la friega, lo veo muy rascuache», aseguró el líder, cuando me llevaron con él.
«Quítate la camisa y enséñale tus brazos», ordenó mi primo Manuel.
«¡Ah cabrón! ¿Haces pesas?» preguntó el sorprendido líder.
«No, soy matancero y tengo la fuerza y la maña para manear y matar lo mismo un cerdo que una res», le expliqué.
Los primeros días, por el trabajo tan pesado, me daban unos calenturones. Muchos entraban y aguantaban lunes y martes, pero el miércoles ya no regresaban ni a cobrar, por las fiebres tan altas que les daban. Yo lloraba. “¿Dónde me vine a meter?”, pensaba. Pero me aguanté. Cuando hacía frío no había problemas, la sufridera era en tiempos de calor. Como un mes tuve fiebres y, ni modo, así me presentaba a trabajar. Para la mayoría de obreros yo era medio lambiscón o lambiscón y medio, porque me acomedía a lavar los coches a los señores Perry y Smith, los chinguetas gerentes de la empresa. A los dos meses me mandaron al departamento eléctrico, a lidiar con el alto voltaje. Por cuenta de la fábrica me mandaron a la escuela de electricistas de la CROM en Tacubaya. Trabajaba y estudiaba; así me la llevé tres años. Usaba pantalón de peto, con bolsas. Tenía que estar muy abusado, porque si no, si en un descuido hacías tierra, me cargaba la huesuda. Me daban guantes de seda, y aun así, sentía cómo me pasaba la corriente eléctrica.
Durante cinco años trabajé duro, sin venir a Jojutla. Pa’que venía, si mi papá me había despreciado.
En febrero de 1940 salí de vacaciones. Recibí dos sobres con $17.50 en cada uno, el equivalente a mi sueldo y vacaciones pagadas. Decidí venir a Jojutla. Aquí había rebumbio porque recién se había instalado aquí una partida militar. El coronel Rafael Cancino Palacios estaba al frente de un pelotón de diecisiete soldados; traían la encomienda de combatir al alzado Enrique «Tallarín» Rodríguez, un ex zapatista de los rumbos de Huautla, quien comandaba un grupo de gente armada, famoso por haber tomado las plazas de Tepalcingo y Axochiapan. Los militares estaban acuartelados en casa de mi tío Rafael Barrios, frente al hotel El Rinconcito, donde después funcionó por muchos años el Hotel Del Prado. En ese tiempo la hoy calle Cuauhtemoc se llamaba Sufragio Efectivo y la hoy calle Hidalgo se llamaba No Reelección.
Aquí en Jojutla empecé a hacer instalaciones a los pocos negocios que tenían plantas eléctricas, por ejemplo, la fábrica de hielo de don Rafael Marure y su socio Manuel Pardo (españoles) o la otra fabriquita de hielo de los Valladares, la competencia de Marure. Como a la semana ganaba lo mismo que en la fábrica de llantas, decidí quedarme.
Por esos tiempos hice amistad con dos personas: Chucho Noguerón —propietario de una fabriquita de refrescos de limón y grosella, ubicada donde hoy es el cine y pasaje Robles— y Bernabé Pacheco, quienes se llevaban muy bien con Tomás Rosales, esposo de mi tía Isabel Barrios.
Rafael Barrios, en su casa, tenía trojes de maíz. Los de Xoxocotla le prestaban yuntas para sembrar y cultivar la tierra. Por cada yunta les retribuía dos cargas de maíz, una carga eran dos costales llenos como de ochenta kilos cada uno. De eso vivía mi tío, no le faltaba nada a sus hijos.
Hice montón de amigos: Roberto Barrios El Hueso, Nereo Altamirano Vargas y su hermano Chabelo, Agustín Avilés que antes de hacerse peluquero fue empleado de correos y telégrafos, mi primo Guillermo Rosales, Manuel Mondragón El Candil, El Chato Martiní, Luis Mastache, Jesús Vargas Tamayo El Charro hermano de Lupe la Jaraleña —oriunda de El Jaral, Guanajuato—, los hermanos Emiliano y Sixto Rodríguez —vivían en la Plazuela del Zacate, colindantes con don Vicente, el curtidor de pieles y que fue presidente municipal por un año—, los hermanos Severo y Manuel Gutiérrez, el primero montaba toretes.
Allá por febrero de ese año, por mitotero, se me sale decirles a todos esos amigos que me gustaría integrar un grupo juvenil que recibiera instrucción militar para marchar en los desfiles del 16 de septiembre. Todos estuvieron de acuerdo. Acordamos ir a platicar con Cancino Palacios y que yo le expusiera la idea. Yo ya tenía trato con Cancino porque Chucho Noguerón, que ya era su amigo, me lo había presentado días antes.
“Señor coronel —se me adelanta Manuel Mondragón— para el próximo 16 de septiembre queremos desfilar como un contingente militarizado y queremos que usted nos instruya”.
Me enojé con mi tocayo porque no respetó lo acordado.
El coronel nos dijo que él
“Personalmente no podré instruirlos, pero les asignaré al profesor Salvador”.
Ese profesor era taquimecanógrafo, yerno del mayor Juan Alvarado Bernal, asistente del coronel Cancino. La instrucción militar nos la dieron en el asoleadero de La Perseverancia. Éramos 39 jóvenes, incluidos los cinco tambores, el corneta (Manuel Mondragón) y jovencitas como Luz Ocampo, Margarita Rodríguez, Elvira Noguerón, Graciela Villegas que ya trabajaba en la fotografía a la vuelta del Ayuntamiento, hija de don Albino, un charro de Panchimalco, suegro del Paricutín, un colimense avecindado que aquí instaló una nevería, en la propiedad de Fernando Córdova Soto. Don Albino también trabajaba en la imprenta de Roque Román, allí juntito de la comandancia.
Tito Maldonado quedó como primer comandante y Nereo Altamirano como segundo comandante. Por cierto, tengo una foto en la que no aparezco porque fui quien la tomó. En una ocasión Cancino Palacios, acompañado de su esposa, llegó sorpresivamente a La Perseverancia a constatar qué tan bien instruidos estábamos.
—Los vamos a mandar a la veinticuatroava zona militar para darlos de alta en el ejército. Serán soldados con todas las de la ley. Integrarán una sección militarizada.
Fuimos a Cuernavaca y nos tomaron las huellas y nos hicieron firmar papeles. Después de eso nos mandan unas carabinas de un tiro, de esas de espérame tantito, bien pesadas. Seguimos entrenándonos con mucha disciplina. Cada quien compró, por su cuenta, los aditamentos: pantalón y camisola caqui, cuartelera, botas cafés. Nos mandaron unas polainas viejas apestosas a cuero. Desfilamos el 16 de septiembre. El presidente municipal era Humberto Córdova Soto.
Meses después nos llevaron a desfilar a Cuernavaca, era una primero de mayo; en el balcón del Palacio de Cortés estaba ni más ni menos que el presidente de la república, Manuel Ávila Camacho. Finalizado el desfile, como a las 2 de la tarde, nos hicieron subir al Palacio. Cancino se paró el cuello ante el presidente. Ávila Camacho le ordenó a un general:
«Los integrantes de esta sección militarizada, a partir de ahora, tienen el grado de soldados de primera y se les pagará su quinta», ordenó Ávila Camacho a un general.
Nos ilusionamos. Regresamos bien contentos. Hacíamos rondines en las noches.
Pero qué va, nunca nos pagaron nada ni llegó papel alguno con el nombramiento. Ah, pero eso sí, nos ordenaron salir a corretear al mentado Tallarín; y, la mera verdad, Manuel Mondragón y yo, asustados, lloramos, quizá también por el coraje de que no nos cumplían las promesas. Por esos días también nos ordenaron treparnos en las azoteas para vigilar, por varias noches, ante la inminente incursión armada de Rubén Jaramillo, quien amenazaba, con su gente, tomar a punta de balazos la plaza de Jojutla; para fortuna nuestra ese ataque nunca ocurrió.
En octubre nos desarmaron; las viejas y pesadas carabinas se las llevaron a Cuernavaca. Para el año 1942, con esos jóvenes de la sección militarizada y otros más que se sumaron, formamos un comité pro electrificación de Jojutla. En ese comité participaba como tesorera Lupita —La Chala, mamá de Chucho Flores Carrasco—, Bernabé Pacheco, José G. Nava, Chucho Noguerón, mi tío Tomás Rosales, Rafael Marure, Tito Maldonado Mastache, Manuel Zepeda. A propósito, a Tito, deberían hacerle un monumento, porque él dijo: «No es justo que aquí en la planta del Amacuzac, en nuestro municipio, generen la luz y se la lleven pa’México, mientras nosotros nos alumbramos con candiles y quinqués». Por cierto, en las noches, en el mercado, se hacía una humareda del carajo por tanto candil. Ese mercado lo construyeron en 1935, cuando Mayolo Alcázar era presidente municipal. Por cierto, a Mayolo lo asesinaron de un artero balazo en la cantina de María La Marimba, ubicada frente a la gasolinera de Emilio Castrejón, lo mató Cosme —un chaparro que cargaba una pistolita—. Corrió la versión de que Mayolo se burló de la poca estatura de su victimario. Ese fatídico suceso me afectó demasiado. Ese día nos habían contratado para cantar en Cuernavaca, en el aniversario de la cervecería Cuauhtémoc. Como a las ocho de la noche veníamos de regreso, yo traía puesto el sombrero de charro que Mayolo me había prestado y de repente escuché un balazo, un estruendo muy fuerte dentro de mi cabeza. Los demás no lo escucharon. Fue una premonición. «Algo pasó en Jojutla, oí clarito un disparo» les dije a mis compañeros. Llegando a Jojutla nos dieron la terrible noticia.
Para costear el tendido de los cables eléctricos y de los postes, hacíamos bailes, jaripeos, kermeses. Me tocó ir, solito, a pedir donativos a Tlaquiltenango. El señor Buenfil —dueño del molino de arroz— me dio 50 pesos para los pasajes a México. El autobús cobraba $3.50, así es de que fuimos varios en comisión. Juntamos seiscientos sesenta pesos. Los primeros postes que pusieron eran de madera enchapopotada, de esos que todavía ponen para el teléfono. Cuando alumbraron el zócalo qué bonito se veía el kiosko, aquél kiosko de herrería que un político se llevó a su casa, eso dijeron, cosa que a mí no me constó.
Sin que yo buscara el beneficio personal, la metida de la luz me convino. También hubo perjudicados, ¿quiénes?, pues los que tenían expendios de petróleo. Pero nunca fue nuestra intención arruinarles el negocio.
En una ocasión, mientras terminaba las maniobras para meter la luz en la primaria de Juan Jacobo Rousseau e iba bajando del poste donde hoy está la clínica del doctor Zurita, se me acercó un grupo de señoras.
«Manuel, ayúdanos a conseguir que el gobierno ponga una secundaria en Jojutla; los chamacos que terminan la primaria y quieren seguir estudiando, tienen que ir hasta Cuernavaca», dijo una de las señoras.
Les comenté lo dicho por Jesús Noguerón: «Si al gobierno ingrato e insensible no le interesa poner una secundaria, los jojutlenses sí la podemos poner, ¿cómo?: cooperando».
«Nosotras estamos dispuestas a apoyar» dijo una señora.
Fue así como los que anduvimos en la metida de luz nos movilizamos para que lo más pronto posible, en Jojutla, hubiera escuela secundaria.
Recordé que un día, Jesús Pichardo, excapitán zapatista, me dijo: «Acompáñame a Tlaquiltenango, te voy a presentar un amigo, él será el próximo gobernador». Me llevó a una casa frente al convento de Santo Domingo de Guzmán. Su amigo, un hombre chaparrito, exteniente coronel zapatista, se llamaba Elpidio Perdomo. Pues me acordé de Perdomo, ya era gobernador. Lo fuimos a ver. Nos atendió rebién. En mis manos depositó dos bolsas de lona: diez mil pesos, pura plata 0.720.
En la fábrica de hielo y maderería de Marure le entregué el dinero a La Chala, la tesorera. Le dio harto gusto.
Aquí donde hoy está el auditorio Juan Antonio Tlaxcoapan, había una gran construcción a lo largo y ancho de todo el terreno, con amplios corredores y en el centro tenía un gran patio. Del lado de la avenida principal, o sea del frente y del costado por la calle González Ortega, los cuartos tenían balcones. El techo de bóveda catalana, a casi cuatro metros de altura, lo sostenían rieles de ferrocarril, las gruesas paredes unas eran de adobe y otras de mampostería; en esa propiedad funcionaba el Banco Ejidal. El propietario era fabricante de galletas y sopas de apellido Cuétara, socio y amigo de Marure. Un empresario yucateco estaba en tratos con él para comprarle y hacer un hotel.
En la recaudación de fondos cooperó mucha gente, hicimos bailes, kermeses, jaripeos. Los ejidatarios prestaron la madera para montar el corral de toros allí donde hoy es la Alameda, a un costado de los lavaderos.
A fines de 1942 se compró la casona en $26,000. En abril de 1943 arrancó la secundaria. La primera directora era una profesora llegada de Puebla que duró un ciclo escolar; Ángel Pérez tocaba el piano y daba clases de música. El maestro de carpintería fue José Buenaventura Avila, padre del profesor Ricardo Avila Moyado (El Matarratas), un maestro que siempre usaba camisa blanca con las mangas arremangadas. Propuse que el director fuera Arístides Muñiz Rumbo, maestro en la Juan Jacobo; Tan buen director fue que duró muchos años.
Por ese tiempo mi papá enviudó por segunda ocasión y rentaba un cuarto al Sancarrón, en la calle Himno Nacional; yo nomás llegaba allí a dormir, procuraba llegar lo más noche posible y en cuanto me quitaba el cinturón donde colgaban martillo, desarmadores, pinza de cortar cable y recargar la escalera en la pared, me acostaba. Segunda foto: Primera Generación de conscriptos de Jojutla.