Tomado del muro de Julián Vences
Segunda Parte
Foto compartida por Elvia Bertha Ramírez Ocampo. Original del archivo de Jesús Zavaleta Castro.
Recordé a Don Manuel Betanzos Legaspi, fallecido hace dos años a la edad 102 años de edad. A continuación, un extracto de lo que me relató:
—Te irás a vivir con mi hermano Elpidio —me previno la tía, tres semanas después.
Este tío vivía por ahí en la Plazuela del Zacate, donde hoy está la biblioteca. Tenía un corral grande con vacas, caballos, gallinas. También tenía carnicería en el mercado. Su esposa, Petra Ocampo, era una señora bonita de Tilzapotla.
Por este tío me enteré que mi padre se había traído de Tomatlán a una muchacha —Rubina Campillo— con la que tuvo tres hijos —Rafael, Chabela y Lupe.
—Mira cabrón —me leyó la cartilla el tío Pillo— aquí, si no trabajas, no comes. ¿Entendido? Te me duermes temprano porque a las cuatro de la mañana, candil en mano, irás al rastro a vigilar al pinche matancero que apodan el Cuarterón, para que no me tronche la carne.
Dormí encima de un montón de cuascles, las cosas esas que les ponen a los caballos abajo de la silla de montar. Desperté con el pescuezo adolorido. En la espalda pesqué una urticaria que la traje varias semanas.
Al tercer día le dije a mi tío que prefería dormir en el rastro, él chasqueó la boca, dando a entender que le valía sorbete. El rastro —mi dormitorio por cinco años— estaba en la esquina donde funcionó muchos años la tienda del ISSSTE. A la intemperie, al pie de un enorme güamuchil amargo, entre sus gruesas y salientes raíces me acurrucaba rodeado de un montón de perros. Lo hacía por dos razones: por el calorón y por los paredones de adobe negros de tizne. La gente decía que en tiempos de la Revolución en esos paredones fusilaron e incineraron a cientos de zapatistas. Sólo me guarecía en los cuartos cuando llovía.
Un día, doña Jovita Sánchez, mamá de Espiridión El Piri Arenas, de Hermelinda y de Ranulfo Vázquez El Verdugo, llegó con un perro —el Turco— que, meneando la cola corrió a olisquearme. Le caí bien. Nos hicimos amigos. Me sirvió de almohada infinitas noches, hasta que los demás perros nos atascaron de pulgas.
En el rastro conocí a los Camacho —José, Miguel, Epifanio, Filiberto, Magdaleno, Serapio y Macrina— estirpe de excelentes matanceros. A José le apodaban El Mocho porque tenía una cicatriz en el labio superior que le quedó de cuando de niño le operaron el labio leporino.
Pronto me convertí en matancero. José El Mocho Camacho me enseñó a manear, matar y destazar reses y cerdos. Mi ayudante era el jovencito Alfonso Popoca El Gigante. Luego me instruyó en el arte de tasajear la cecina. Trabajé de matancero para Rodrigo El Caito Abúndez y para Alejandro García. Me pagaban a $1.90 por matanza —en ello iba incluido la arrimada del animal al rastro, la lavada de la panza para quitarle la bazofia con agua caliente y la acarreada del canal a la carnicería.
Cuando andaba yo en los diez y ocho años me enamoré perdidamente de Reyna Valle, hija del taxista Alfredo Valle Rea. Ella prefirió irse con un chofer posturero que le trabajaba el taxi a su papá. Por ella derramé un montón de lágrimas y compuse mi primera canción: «Muero de amor»:
Muero de amor, muero por ti;
sin tus besos, mujer,
yo no puedo vivir;
sin tus caricias me siento morir.
Nunca olvidaré lo que pasó
cuando abandonaste mi corazón,
sabiendo que serias mi perdición.
Tristes días que paso yo
con vino enloqueciendo mi corazón
a ver si así llega el olvido
y si no, morir por tu amor.
Esa canción la grabó Jesús Vargas Tamayo El Charro, cuando se fue para Acapulco, huyendo de la epidemia de polio que asolaba el estado de Morelos y no quería que la contrajera su hijo recién nacido. Tiempo después nos encontramos y me confió que presumió la canción como si fuera de su inspiración.
En el año de 1935 conocí a mi primo Manuel, hijo de mi tío Elpidio; él vivía en México y trabajaba en la fábrica de llantas Good Year Oxo; vino a Jojutla por la feria de año nuevo.
—Jijos de la mañana, qué bonito tocas la guitarra. ¿Qué chingados estás haciendo aquí? Te estás desperdiciando. Ándale, mañana te vas conmigo para México, sirve que a lo mejor con la distancia se te apacigua el dolor por la novia que te ganaron. Primo, andas rebién jodido por esa muchacha; hasta te puedes morir de decepción si sigues aquí.
Antes de irme a México con mi primo Manuel, vendí la guitarra que le había comprado a don Agustín Sánchez. Me la compró en veinticinco pesos don Pancho Camacho, esposo de doña Ester Begoña y dueño de la tienda La Universal que estaba merito donde hoy es Elektra. Esa guitarra la cuidaba yo como la niña de mis ojos; me deshice de ella porque a México no me podía ir sin dinero, que tal y me tardaba en conseguir trabajo. Además, pensé que con lo que ganara en mi próximo empleo me podría comprar otra y hasta nueva.