El COVID-19 ha desnudado nuestra fragilidad y exige un nuevo orden mundial

Francisco Hurtado Delgado

Por primera vez estamos enfrentando una crisis mundial de salud, el coronavirus se ha extendido en casi todo el mundo y requiere una respuesta global ¿Qué hay que hacer entonces? Ese es el gran dilema que habremos de enfrentar en los próximos meses o tal vez en años.

El jurista italiano Luigi Ferrajoli hace una reflexión muy interesante sobre nuestro futuro ante el coronavirus, y lo ilustra bajo dos premisas:

La primera refiere a nuestra fragilidad, que no obstante a los avances tecnológicos, crecimientos de riquezas e invenciones de armas, la especie humana sigue expuesta a desastres, algunos causados por nosotros mismos como la contaminación ambiental que estamos haciendo de manera irresponsable, otros como la epidemia actual que está causando miles de muertes; la cual afecta sin distinción a toda la humanidad sin diferencia de nacionalidad, idioma, cultura, religión o incluso condiciones políticas o económicas. Sin embargo, esta pandemia sanitaria obliga con urgencia a construir un constitucionalismo plenario; es decir, aquel propuesto y promovido por el grupo constituyente de la tierra “dar vida a una Constitución de la Tierra que provea de garantías e instituciones capaces de enfrentar los desafíos globales y proteger la vida de todos”.

En la segunda premisa, Ferrajoli describe que debemos tomar medidas efectivas, particularmente homogéneas, para evitar que la variedad de medidas adoptadas no sean las adecuadas y terminen favoreciendo el contagio y multiplicando el daño para todos. Apunta también el jurista que cada país toma medidas diferentes, subestimando el peligro para no dañar las economías por citar a Estados Unidos e Inglaterra. ¿Será ese el camino?

Concluye Luigi citando que para este salto de civilización –la realización de un constitucionalismo global y de una esfera pública planetaria– hoy existen todas las condiciones: no solo las institucionales, sino también las sociales y culturales. Entre los efectos de esta epidemia hay una reevaluación de la esfera pública en el sentido común, una reafirmación de la primacía del Estado en comparación con las Regiones en términos de salud y, sobre todo, el desarrollo –después de años de odio, racismo y sectarismo– de un extraordinario e inesperado sentido de solidaridad entre las personas y los pueblos, que se está manifestando en la ayuda proveniente de la China, en los cánticos comunes y en las manifestaciones de afecto y gratitud, en los balcones, hacia los médicos y enfermeras, en la percepción, en resumen, que somos un solo pueblo en la Tierra, unidos por la condición común en la que todos vivimos. Quizás de esta tragedia puede nacer, finalmente, una conciencia general respecto de nuestro destino común que, por ello mismo, requiere también de un sistema común de garantías de nuestros derechos y de nuestra pacífica y solidaria coexistencia

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