LA LEY DE HERODES
Por Miguel Ángel Isidro
No hay fecha que no se cumpla ni plazo que no se llegue, y finalmente, el pasado 4 de marzo, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), acompletó sus primeras 90 primaveras.
Y el escenario para el aniversario del partido creado por Plutarco Elías Calles en 1929 no pudo haber sido más sombrío: expulsado del poder presidencial, en el sótano de su popularidad y arraigo entre el electorado, y para colmo de males, en bancarrota, a grado tal de haber contratado un crédito bancario por 250 millones de pesos para sostener sus operaciones.
Sin lugar a dudas, es meritorio relacionar la imagen del PRI a las peores prácticas de la política:
Corrupción, antidemocracia, culto a la personalidad presidencial, corporativismo, acarreo, fraude electoral y compra de conciencias sin algunos de los conceptos que vienen a la mente en cuanto se hace referencia al otrora “partido aplanadora”.
Sin embargo, habría que señalar que, para bien o para mal (y probablemente para mal en un mayor sentido), la política contemporánea de México no podría entenderse sin la presencia de dicho instituto político.
Remitiéndonos a los antecedentes históricos, el PRI es consecuencia directa de la Revolución Mexicana de 1910, un episodio histórico tan importante como apasionante y confuso.
Todo mundo sabe -o da por hecho- que dicho movimiento social inició con la insurrección anti reeleccionista de Francisco I. Madero, pero resulta complicado definir en qué momento dicha revuelta llegó a su conclusión formal.
Para muchos analistas, el fin de la Revolución llegó con la promulgación de la Constitución de 1917, documento rector de la nueva realidad nacional y del cual emanan las diversas instituciones que consolidaron la transición mexicana de un territorio convulsionado a un Estado de leyes.
Otros más ubican el fin de la Revolución precisamente en el año de 1929, con la fundación del Partido Nacional Revolucionario, antecedente del PRI, movimiento con el cual el entonces presidente Calles buscó dar por terminada la lucha armada como vía de acceso al poder y se comienza con la construcción de las instituciones gubernamentales y políticas del México contemporáneo.
Algunos más prefieren ubicar el fin de la Revolución Mexicana en 1946, con la llegada al poder de Adolfo López Mateos, el Primer presidente civil de la era moderna, iniciador de la era del llamado “desarrollo estabilizador”, en el que se emprenden los grandes proyectos y obras de infraestructura y se consolidan las instituciones que fungen como puntales de la política del “Estado Protector”.
Hasta el año 2000, el PRI fue la primera fuerza electoral absoluta de México. De la mano del priismo se consolidó el sistema sexenal, y se entronizó el corporativismo, además de dar paso a la expresión máxima del estilo de gobierno del México Postrevolucionario: el presidencialismo.
Expulsado del poder presidencial en 2000, el PRI encontró la forma de subsistir durante dos sexenios de gobiernos emanados del Partido Acción Nacional (PAN), para finalmente retornar en 2012 a la Presidencia, con la elección del mexiquense Enrique Peña Nieto.
La frivolidad, la escandalosa corrupción y una torpe conducción de la figura presidencial fueron sólo algunos de los factores que llevaron al PRI a sufrir la más severa de sus derrotas en las elecciones presidenciales de 2018.
El que en otros tiempos fuera el partido omnipotente y omnipresente en la vida política nacional, inició este sexenio reducido a su mínima expresión: 47 diputados federales, 14 senadores y 13 gobernadores conforman su cúpula representativa. Una pálida sombra de lo que fue en otros tiempos.
La elección intermedia de 2021 representará sin duda una prueba difícil para el PRI; estarán en juego más de la mitad de las gubernaturas que actualmente ostenta, y sus posibilidades de refrendo se ven limitadas. Acostumbrado a ser el partido en el gobierno y del gobierno, el tricolor naufraga huérfano de su principal fuente de recursos: el erario público.
Sin embargo, hay que reiterar que más que una simple filiación, el priismo representa toda una forma de ejercer la política, que ha marcado huella profunda en la praxis de nuestra clase gobernante. El resto de las fuerzas políticas han abreviado de los usos (abusos) y costumbres del priismo en sus procesos internos para la selección y designación de candidatos y dirigentes. El ritual del “tapadismo”, gestado en los gobiernos priistas, ha sido replicado en el resto de los partidos en el momento to de jugar con las expectativas de sus cuadros al momento de definir candidaturas y otros espacios de poder político.
A pesar de autoproclamarse como una fuerza completamente antagonista al priísmo, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) del Presidente
Andrés Manuel López Obrador mantiene diversas reminiscencias del PRI.
Para empezar, todos sus cuadros distinguidos son ex priistas, empezando por el propio jefe del Ejecutivo.
Las principales figuras del gabinete, como la secretaria de Gobernación Olga Sánchez Cordero y el titular de Relaciones Exteriores Marcelo Ebrard fueron priistas, al igual que los también secretarios Esteban Moctezuma y Alfonso Durazo. Sus principales figuras parlamentarias provienen también del PRI, como es el caso de su coordinador en el Senado, Ricardo Monreal Ávila, o el Presidente de la Cámara de Diputados, Porfirio Muñoz Ledo.
Ha sido notoria también la forma en que el nuevo régimen ha centrado su eje de acción en la figura presidencial, basado en la popularidad sin precedentes de López Obrador, cuyo estilo personal de gobernar guarda relación estrecha con el presidencialismo priísta: el Presidente dicta la agenda nacional a través de sus conferencias de prensa matutinas, y se esgrime como el fiel de la balanza en la toma de las decisiones importantes, aún en aquellos casos en los que se convoca a las famosas consultas o “ejercicios participativos”, en los que, anticipadamente está marcada la línea presidencial.
De esta manera, a sus noventa años de existencia, el PRI se mantiene como esa incómoda figura paterna de la que todos los actores políticos reniegan, pero a cuyo “recetario” de acción política siguen recurriendo una y otra vez.
El PRI se apresta a celebrar la renovación de su dirigencia nacional, en un proceso para el que, sorpresivamente, ha solicitado la participación del Instituto Nacional Electoral en calidad de árbitro.
¿Está próxima la muerte del PRI? Esa respuesta la tienen por supuesto sus líderes y militantes. Por lo pronto, en el terreno parlamentario ha hecho valer su calidad de partido bisagra, al apoyar los acuerdos que permitieron sacar adelante la iniciativa de la Guardia Nacional, asignatura prioritaria para el Presidente López Obrador.
Para el PRI vienen tiempos de picar piedra y buscar la reconciliación con la sociedad. Incluso hay quienes ven en el horizonte cercano la posibilidad de una reinvención del partido, con cambio de colores y siglas, lo que sería tan aventurado como tratar de forrar al dinosaurio con una enorme piel de oveja. Pero en el ánimo de la supervivencia, ninguna acción se puede dar por descartada.
Este sexenio será clave para verificar si el PRI logra resucitar de sus cenizas, o si desaparece del mapa pata dar paso a otras formas de expresión política.
Y en la política, como en la vida misma, nunca hay que dar por muerto a nadie hasta que los funerales comiencen.
Veremos y comentaremos.
Twitter: miguelisidro